domingo, 22 de febrero de 2009

¡Qué horrible que era, por Dios!

Estuve todo el día tratando de quitarme esa cosa, ¡qué horrible que era, por Dios! Luego prendí un cigarrillo, encendí la tele, toqué la guitarra, jugué a la pelota, me fui al baño, regresé del baño, volví a ir, llamé por teléfono, compré en la bodega, jugué play station. Hasta que se hizo de noche y el disco de los Beatles aún seguía sonando, Helter Skelter, “Tell me, tell me the answer…” y esa maldita cosa aún seguía ahí. No entiendo por qué, la lavé, la sequé, le eché cremita, la lijé, la rayé, la espolvoreé, la rocé, la manoseé, la castigué. Y la maldita cosa aún seguía ahí, y todo el maldito álbum blanco sonando, maldito gurú Deva, como se supone que yo podía ir acroos the universe con esa maldita cosa. ¡Qué horrible por Dios!

Luego me quedé dormido y soñé con esa maldita cosa, a mi lado, con mis amigos, con mi novia, en mi matrimonio, con mis hijos, con mis penas y alegrías, ¡maldita cosa! ¡Qué horrible que era!

Desperté, Lennon me decía Stand by me. Me miré al espejo, esa maldita cosa había desaparececido, gracias John, le dije.

domingo, 8 de febrero de 2009

El no tuvo la culpa

Todas las mañanas antes de ir al colegio, bajábamos a la sala y rezábamos frente a la imagen del corazón de Jesús. Ahí y tomándole muy fuerte la mano a mi padre, recuerdo haber vivido uno de los momentos más gratos de mi infancia. Solo éramos los tres, Mi papá, Jesús y yo. Cómplices de ese momento, de lo que nos contaríamos en secreto y de lo que nadie más se enteraría. Así antes de ir al cole, a ese segundo grado de primaria del cual a veces me acuerdo, rezábamos. Amén y después nada, las clases. Mi viejo encendía el auto y recogíamos en el camino a un niño gordito y de piel trigueña. Bozza era un compañero de mi salón, cuando te saludaba daba la mano despacito, como si sus metacarpos se fueran a quebrar. De vez en cuando le dábamos un aventón. Un día mi papá me dijo que el no rezaría conmigo, tenía un problema con el auto y el mecánico había llegado para ayudarlo. Yo entré a la sala de mi casa, un poco tímido, lo confieso. Todavía tenía el recuerdo fresco en mi memoria, de cuando con mi hermano veíamos tele a comienzos de los 90, y la televisión en ese entonces estaba encima de un ropero. Muy arriba para un chico de 6 años. Nosotros dos echados en la cama y de pronto, cuando daban comerciales. Empezaba mi temor, tener que cambiar de canal, y mover la perilla de esa caja metálica de marca SONY que sonaba tan frío: “Tac, tac, tac, tac”. Y enseguida, ver el retrato de un Jesús al costado de la tele, me aterrorizaba. De un brinco me volvía a la cama con la respiración acelerada y con la mano todavía temblorosa de ver a ese Jesús. No sé que era, ni tampoco porque me sentía así. Quizá el que su mirada me siga a todos los rincones de mi habitación. O que quizá al ver tele y cambiar de canal, me mire y me hable sobre lo que debo y no debo hacer. Entré a la sala muy despacio, mientras escuchaba el ruido del motor del Ford de mi papá. Luego de rezar y de pedirle perdón por tenerle miedo cuando era más pequeño, me fui viendo todos los adornos que estaban en una mesa. Luego, unas monedas y un par de billetes me llamaron la atención. Estaban encima de un recibo de agua, sin preguntarle nada a nadie, las cogí. El carro lo repararon al instante, no había pasado nada me dijo mi papá. Recogimos a Bozza y llegamos cinco minutos antes del toque de la campana que anunciaba la formación. A la hora del recreo, corrí velozmente hasta la cafetería y con la plata que me había encontrado, compré panes con hot dog para todo mi salón. Me sentí querido, popular, bondadoso y sobre todo, me sentí bien conmigo mismo por haberme encontrado ese tesoro y por compartirlo con mis amigos. Esa tarde estaba viendo televisión con mi hermano y mi mamá. Mi viejo llegó con el rostro lleno de preocupación, con un café en la mano, nos contaba sorbo por sorbo que el dinero para pagar el agua y que le pertenecía a mi abuelo, había desaparecido. No sé como, ni porqué las monedas que me sobraban luego del festín con gaseosa y panes con hot dog, cayeron al suelo. Luego todos, miraron las monedas desperdigadas en el suelo junto a un billete de 20 soles. Mi mamá me preguntó de donde había sacado ese dinero, llorando les dije que me lo había encontrado. Mi viejo furioso, agarró el dinero y se fue a completar lo que faltaba para luego, explicarle con mucha vergüenza a su papá que su nieto había robado el dinero. ¡Ladrón!- me dijo, yo solo atinaba a llorar y a pedirle perdón por algo que no sabía. Aún recuerdo su rostro, lleno de ira, diciéndome que él no tenía hijos ladrones. Le pedí perdón mil veces, aferrándome a sus piernas. Nunca más fuimos a rezar juntos. A veces pienso que ese Jesús nos extraña. No sé.